Limatambo, 22 de julio de 2022, Fiesta de Santa María Magdalena.
En mi crónica anterior, titulada “Conservar y custodiar para luego transmitir”, hice referencia a la presencia providencial de aquellas almas sencillas y fuertes de las cuales Dios se vale para llevar adelante la misión. Hace unos días atrás volví a ser testigo de ello, y por eso es que “empuño nuevamente la pluma” para compartir con ustedesun hermoso y edificante ejemplo que recibí al dialogar con una señora en el despacho parroquial. Como no se trató de una conversación dentro de un contexto que me obliga a la reserva y al secreto, hablaré de ello en ésta que será una breve crónica, muy sencilla y carente de fotos.
Se trata de Rosa (por dar un nombre ficticio, y así mantener el verdadero nombre en la reserva), de casi cincuenta años, según ella me lo dijo. Después de haber terminado el trámite que fue objeto de su acercamiento a la parroquia, comencé a preguntarle sobre su familia, si estaba casada, sobre la frecuencia a la Santa Misa y a los sacramentos, para ver si en algo podíamos ayudar a su vida de fe. ¿Estamos realmente convencidos los sacerdotes y misioneros de que esa persona en particular con la que tratamos está llamada a la santidad, y que, por tanto, nosotros estamos puestos justo ahí para ayudarla a alcanzar ese fin sobrenatural? Creo que el evangelizar “con ocasión o sin ella” depende en gran parte de la respuesta que nos demos a esta interpelación.
Y con un aire de humana nostalgia, pero de sincera y tranquila resignación me comentó que su sueño llegar al altar, vestida de blanco, y casarse por la Iglesia… Con apenas dieciséis años, Rosa había tomado la decisión de comenzar a vivir con su pareja y comenzar así su nueva vida familiar, algo muy común aquí en los pueblos de la cultura andina, lamentablemente. Ciertamente que no es la manera de empezar a formar una verdadera familia cristiana, que ha de tener su comienzo y fundamento en las gracias divinas que brotan del Sacramento del Matrimonio; pero este modo de empezar, objetivamente irregular entre los bautizados, no responde a ese principio anticristiano de que, antes de “comprometerse de por vida” con el matrimonio, es necesario primero probar y experimentar si es que se puede. En los años que llevo misionando en la cultura altiplánica he constatado que en las parejas que comienzan a convivir “de hecho”, no hay un desprecio formal hacia el Sacramento del Matrimonio, ni tampoco la “intención reservada” de no comprometerse con el Sacramento por si, acaso, apareciese “otra opción”. Por razones históricas que no conozco en profundidad, ellos tienen la conciencia errónea de que “casarse por Iglesia” e incluso civilmente es la etapa culmen de la vida familiar, que se ha de consumar años después, incluso cuando los hijos ya sean grandes e independientes. Y en casi todos los casos está el hecho de que para casarse se necesita mucho dinero… normalmente aquí no hay matrimonio sin fiesta, y no hay fiesta sin excesos. Pero dejemos asentado, nuevamente, que todo esto no es el camino evangélicopor el que deben transitar los hijos de Dios… “Asumir lo auténticamente humano, exorcizarle lo demoníaco, y comunicarle lo divino”.
Pero volvamos a nuestro relato. Como fruto de esa convivencia, a Rosa le nacieron cuatro hijos. Pero cuando tenía tan sólo 28 años, la muerte le llevó a su compañero, arrebatándole ese “sueño” de llegar al altar y contraer matrimonio.
―Habrá sido muy duro―, argumenté.
―Sí, pero Dios nunca me ha dejado… aunque algunas veces se hace esperar―, me respondió.
―¿Y qué es de tus hijos ahora? Ya son todos grandes.
―Sí, Padre. Cada uno ya hizo su propia vida. Sólo queda en casa mi hija menor, que a fin de año está graduándose de la Universidad.
―¡Eres una mujer fuerte y guerrera, Rosa!―, atiné a decirle en ese momento.
―Después de la muerte de mi pareja decidí no darles un padrastro a mis hijos―, terminó diciendo…
Rosa sufrió, continuó, luchó, y continúa luchando. Perseveró en su vocación de madre y esposa incluso en medio de esas “ausencias de Dios”, que algunas veces, como ella lo percibía, “se hace esperar”. No fueronnecesarios de mi parte ni diez segundos de reflexión para escuchar la voz de Dios que quiso enseñarme a través del testimonio de esta alma sencilla y fiel:
– primero, lo que todos sabemos: tener esa voluntad firme de querer perseverar en el camino que Dios pensó para nosotros, y que cada uno libremente ha elegido. Una vez más, estas almas nos enseñan que la gracia no ha de faltar jamás en medio de las dificultades, y que un “vuelta atrás” no debe entrar en el plan, sino un humilde y firme “mirar hacia adelante”, y seguir confiando siempre en Dios;
– y segundo, en especial para nosotros, los consagrados, la fuerza que tiene ese “elegir un amor más grande”. Rosa, pudiendo haberlo hecho, no quiso rehacer su vida con otra persona, porque pensó en sus hijos, y ese amor más grande pudo más que todo. Y nosotros, los consagrados, hemos elegido a Dios como ese amor sublime por el cual dimos nuestra vida.
¡Pura gracia de Dios el haber escuchado esta enseñanza!
Después de hablar con Rosa, fui a celebrar la Misa, y se me ocurrió que yo debía ofrecer junto al pan y al vino del ofertorio todo el sufrimiento de esta mujer, y de manera especial ese gran deseo que ella tenía de “llegar al altar”, para que sea así un sacrificio redimido. Y así lo hice.
Que esta crónica ayude no solamente a todos los misioneros, sino también a tantos hombres y mujeres que, con la gracia de Dios y la fuerza de sus convicciones cristianas, labran su santidad en la nobleza y hermosura de la vida conyugal.
¡Hasta la próxima!