Estos días de misión en Cabanaconde, han sido un ferviente renuevo para nuestra vocación. ¿Y cómo no podría serlo al ver tantos pueblos que siempre están a la espera de que la palabra de Dios llegue a sus casas? Pues están a la espera de palabras de vida y de vida eterna. El único que puede darnos esas palabras es Jesucristo. Los hombres siempre estarán en busca de esas palabras, porque ahora vivimos en un mundo donde no hay nada estable, donde ya no se predica de la muerte, ni del del cielo y mucho menos de la importancia de la salvación del alma.
Como seminaristas hemos visto la necesidad de vocaciones santas, porque al ser misioneros y discípulos de Cristo debemos reflejarlo a Él, y a nadie más que a Él.
Cuanta alegría era para nosotros llevar esas palabras a los hombres de este pueblo, pues su fe y amor a Dios necesitaban fortalecerse. Eso fue lo que, por gracia de Dios, pudimos ver en algunas almas al confesarse y recibir la Santa Eucaristía.
Qué consuelo ver que de nuevo Dios habita en aquellas almas tan humildes, donde Dios se goza cual campo de lirios. Qué hermoso ver y cómo las personas se alegraban a escuchar: “la paz del Señor esté en su casa”. Realmente se cumplía lo que dijo Nuestro Señor: si hay gente de paz, esa paz se quedará en esa casa.
En los mismos seminaristas, podía verse en sus rostros el reflejo de la paz y confianza en Dios, que ni el cansancio, el sueño o el frío había podido arrebatar. Nada tenía más valor que anunciar a Cristo, pues Dios nos ha llamado a eso, y no solo con las palabras sino con el ejemplo. Esto es una gran llamada de atención, de modo que Cristo crezca cada vez más y nosotros disminuyamos, para que Cristo viva en nosotros y nosotros en Él.
¿Quién podría ayudarnos en esto sino es Nuestra Madre del Cielo? Pues si ella formó el cuerpo de Cristo, habrá de formar nuestros corazones a fin de tener los mismos sentimientos de Cristo para darlo todo por las almas y ninguna se pierda, para que tengan vida y vida eterna en la gracia de Dios.
Ave María Purísima…