Durante la Misión en Cabanaconde, algunos de los seminaristas tuvimos una gran alegría al conocer a una señora llamada Narcisa. Ella es una mujer de 82 años que, cuando escuchó que llegaban los misioneros al pueblo, bajó desde su casa hasta la parroquia para que aquellos mensajeros de la palabra de Dios puedan visitarla y bendecirla. Fue así como la acompañamos hasta su casa. A pesar de sus años y su enfermedad, su rostro reflejaba una gran alegría, pues se sentía acompañada por Dios.
Al llegar a su casa, pobre y humilde, buscó los mejores sitios para que los misioneros puedan descansar. Después de bendecir su casa, uno de los seminaristas le invitó a rezar el Santo Rosario. Pero -sorpresa- Narcisa no sabía rezar el rosario. Al preguntarle si deseaba que le enseñáramos a rezarlo, ella, con una gran sonrisa, dijo que sí.
Que tierno fue ver cómo con tanto cuidado pasaba las cuentas del Santo Rosario, pues ella había entendido que cada Ave María era una rosa para Nuestra Madre del cielo. Después de rezar, ella nos decía que ya no se sentiría sola, pues su fe se iba a fortalecer con la ayuda de la Virgen. Y es que la tristeza embargaba su alma, pues desde hace mucho tiempo sus hijos se habían olvidado de ella.
¡Qué oración tan pura y sincera vimos en Narcisa! Desde ese momento el altar de Nuestra Señora se vería adornado con las más bellas y hermosas Ave Marías enviadas hacia el cielo.
Y es algo que cada cristiano debe tener en cuenta, pues aquel que se encomiende a Nuestra Madre nunca quedará abandonado. Ante la suplica de un hijo, una madre no puede dejarlo sin auxilio. Inclusive la misma Virgen de Guadalupe le dijo a San Juan Diego: “¿Acaso no estoy aquí, que soy tu madre?”
Oremos por Narcisa y por tantos ancianos y personas que están abandonadas para que bajo el amparo de la Virgen Santísima no se sientan solos, sino consolados.